Abril del año 1905. El inspector José Luis Mancilla investiga el asesinato a puñaladas del deán de la catedral sevillana, Marcelino Gálvez. Su única pista es un papel plegado y con unas iniciales que encuentra en el lugar del crimen. Sometido a la presión derivada de la singularidad del personaje, azuzada por las crónicas del “plumilla” Alfonso Villanueva, Mancilla solicita la ayuda de Dionisio Cortés, inspector y amigo. El caso se complica con otras dos muertes: la de una prostituta y la de otro cura de la Catedral. Ambas muertes, sobre todo la última, rompen la línea de investigación de la pareja de inspectores. La perseverancia de ambos obtiene luego avances parciales, pero Mancilla y Cortés consiguen resolver el puzle gracias a las confidencias de dos personajes secundarios y el conocimiento de ciertos hechos históricos que tuvieron lugar en el año 1896, cuando se produjo el naufragio de un buque en el Guadalquivir debido al choque nocturno con otro barco. Con ese desastre, "el agua habló". El final llega con la detención del autor de los asesinatos. Un último coletazo del caso se cobra una nueva víctima.

    En esencia -se omiten los hitos narrativos que sostienen el interés del lector-, esta es la línea argumental de la novela, en la que encontramos muchos elementos para disfrutar de su lectura.

    Periodista con mucha experiencia en los medios de comunicación, Víctor M. García-Rayo es muy conocido en el ámbito cofrade sevillano y por los aficionados a la tauromaquia. El autor conecta en la novela con ambos ámbitos. Por un lado, la iglesia católica está presente desde el inicio con la ubicación del primer crimen -el coro de la catedral-, y con la muerte de dos sacerdotes que prestan servicio allí. El autor tira por elevación e involucra en el relato al arzobispo de Sevilla, Marcelo Spínola, del que dibuja las características espirituales que motivaron la beatitud concedida por Juan Pablo II en 1987. La maniobra no es casual, puesto que el beato Spínola creó El Correo de Andalucía (“Diario católico de noticias”, rezaba su cabecera). En esa publicación hace trabajar a Villanueva, periodista del noticiero en la ficción. La conexión -a ráfagas- con el ámbito taurino tiene su epicentro en la intervención de un imaginado torerillo de salón, Juan Diego, que resulta clave en el éxito y la conclusión de la investigación.

    Con su dilatada experiencia periodística, García-Rayo se ha lanzado al ruedo de escribir su primera novela, ambientada en Sevilla y sevillana por acción y sentimiento, que sigue a grandes trazos el prototipo del género policial. de inicio, aplica el clásico cliché del género: crimen sin autor ni causa conocidos, un periodista husmeando para conseguir información privilegiada, un policía tan bueno en su oficio como desastroso en las relaciones de pareja. de este cliché se separa pronto, en cuanto la investigación se conduce al alimón por la pareja de inspectores, que están a la vuelta de todo y en el trance de que sus matrimonios se rompan. La diferencia en esta novela con otras formas de gestionar el género es la simplicidad de la trama. No es baladí, porque obliga al autor a realizar digresiones narrativas (la historia del seminarista Rafael, por ejemplo) y, sobre todo, al relleno prosaico para alcanzar un “metraje” de novela larga. En esta novela se dice más que se muestra, aunque la dicción sea entretenida y enriquecedora. El lector leerá por activa y por pasiva las cualidades de los personajes principales; en especial, de Mancilla y Cortés, descritos como experimentados y exitosos policías. Sin embargo, los acontecimientos se les adelantan a sus pesquisas y casi siempre los policías van a remolque de ellos. Aún más, si no fuera por la confidencia de Juan Diego, el torerillo de salón, una especie de Deus ex machina que rompe con el prototipo de la novela policíaca, ambos deberían acabar sus carreras en esta ficción con un fracaso sonado.

    La novela se presenta también como una historia de relaciones humanas y en este tema muestra una de sus mejores virtudes. Este enfoque se mantiene principalmente en el seguimiento del comportamiento de amor-odio de la pareja de inspectores, Mancilla y Cortés, y en la abultada notificación de sus respectivos éxito-fracaso sentimentales. El detallado retrato de encuentros y desencuentros entre ellos y las escenas de corte pasional atiborran al lector de sensaciones y sentimientos con la emoción a flor de piel.

    La ambientación de toda novela es un reto y permite preguntarnos por su adecuación para calibrar la maestría del escritor. En este caso, la ambientación en el ámbito eclesiástico podría haberse cambiado sin que se hubiese resentido la novela, aun a costa de perdernos las alabanzas al gran Marcelo Spínola. Sin embargo, la decisión de ubicarla en el año 1905, condicionada a la cercanía temporal del naufragio en 1896, permite recordarnos que en ese año se inauguró el alumbrado eléctrico en las calles de Sevilla y que el campo andaluz sufrió una de sus peores sequías, como hitos históricos comprobables. Evidentemente, otros recursos de ambientación histórica presentes en la novela son atribuibles a la imaginación del autor, pero logra sumergir al lector en la vida rutinaria de una ciudad que rondaba los ciento cincuenta mil habitantes; para aquel tiempo, una gran ciudad, como hoy. No obstante, más que seguir los parámetros sociales del tiempo, el autor parece rendirse al imaginario masculino de la época en relación con los personajes femeninos: todas las mujeres tienen papeles secundarios y expresan la aceptación de sus destinos al servicio del hombre. Salvado por el contexto, el autor lanza miradas de mujer-objeto que, aunque las arropa con un galante discurso, hoy en día le descalificarían («su verdadero amor, la mujer que le inspiraba de día y de noche, el regazo al que siempre quería volver, la hermosa dama que compartía sus pasiones, el secreto más relevante de su vida, el cuerpo que recorría una y otra vez, la fuente en la que bebía, su cruz y su pecado, su locura»).

    La lectura del libro descubre un escritor con capacidades literarias muy notables, buen conductor del hilo narrativo e irregular manejo de la textura expresiva. Junto con la abundante repetición de la información sobre hechos, y sentimientos y cualidades de los personajes -conocidos por el lector en la primera pasada-, y algunas frases manidas que surgen de vez en cuando («Entonces todo sucedió muy deprisa, a la velocidad de un rayo»), el autor entrevera la narración con alambiques textuales y recursos preciosistas; unas veces cursis («Cuando el amor hincha la vela a todo trapo no hay océano en calma que haga encallar el barco del corazón») y otras de gran atractivo por la potencia de sus imágenes («No hervía aún la olla de la vida, pero ya estaba muy caliente el agua de la rutina»). El preciosismo literario prima sobre la voz de los personajes que en algunos casos se “salen de tiesto” y es el autor quien habla por ellos (Un ejemplo, Juan Diego hablando con Dionisio Cortés: «En la fiesta de la existencia aparece el amor, juega el desconsuelo, baila el deseo y habitan las dudas. Este tiempo que estamos sobre la tierra es una faena que debemos cuajar, entender, estructurar y componer. Uno siempre se puede someter al burel que arremete salvaje contra nuestro pecho»).

    En resumen: El día que habló el agua se estructura con el acostumbrado íncipit y los típicos puntos de giro -amenizan una trama policial más bien sencilla y lineal-, pero con un sorprendente final (con coda) que rompe la formulación habitual del género. La novela dispone de adecuadas dosis de descripciones externas y sobreabundancia en las descripciones referidas a los personajes. García-Rayo maneja con sentido el doble clímax de tensión (investigación policial, por un lado; Mancilla y Cortés y sus respectivos problemas, por el otro) sobre los que pivota la historia, aunque es más perceptible es más perceptible y emocionante la preparación y estallido del clímax cuando se centra en los problemas personales y de pareja de los inspectores. Finalmente, la escritura, en general barroca y refinada, proporciona momentos de auténtico deleite con sus recursos estilísticos, comparaciones y metáforas.